La teoría de Emile Durkheim sobre la anomia proporciona una explicación convincente de la cadena de asesinatos que estremece al Perú. El dato esencial para entender estos crímenes es su escenario al interior del núcleo íntimo de la víctima.
A la folklorista la mató su seguridad, al estilista su ex enamorado. El hijo acusa a la hija en el caso Ferfer; y la hija ha confesado su participación en la muerte de la abogada tributarista. La policía no busca lejos para hallar responsables. Por el contrario, el entorno personal es clave. La trágica reiteración de estos casos muestra que se vive un período caracterizado por la falta de vínculos emocionales positivos, y dominado más bien por un crudo egoísmo. Esos elementos conforman una situación de pronunciada anomia o pérdida de vínculos sociales.
De acuerdo a Durkheim, en el pasado existió una solidaridad mecánica, en la cual predominaba el grupo. La persona en singular aún no existía y los valores provenían de la religión. Ellos abarcaban a todos y la represión era colectiva; su instrumento era la Iglesia y la obediencia la regla de quien no quería ser excomulgado.
Pero el capitalismo habría hecho estallar esa solidaridad mecánica. La gente ya no estaba atada al grupo y había aparecido el individuo a plenitud. En ese nuevo contexto, aparecían las condiciones para una nueva forma de solidaridad, llamada orgánica. Esa nueva solidaridad moral era superior, porque era consciente en cada persona en particular. Se lograba construyendo instituciones de representación entre el individuo y el Estado. La nueva ética no provendría de la religión sino de la vida cívica, gracias a la participación en entidades ocupacionales, que mediarían entre la ciudadanía y el Estado.
Aunque, este desarrollo era sólo una posibilidad. Durkheim no era determinista, creía en la libertad humana para crear grandes obras y también para destruirlas. Por ello, pensaba que había situaciones de gran desorden. Se rompía la solidaridad mecánica por acción del capitalismo, pero no surgía la nueva solidaridad orgánica.
Así, se autodestruía la familia, porque era la célula del viejo orden moral. Por su parte, la corrupción afectaba la reputación del Estado ante los ciudadanos. Finalmente, éstos evitaban las entidades de participación política, extendiéndose un marcado egoísmo.
Durkheim parece estar hablando del Perú de comienzos del siglo XXI. Pero, no. Está explicando sucesos de Francia del siglo XIX.Aunque, los conceptos esenciales son semejantes. La familia en el Perú ha estallado. La gente se casa cada día menos y se divorcia en mayores cantidades. Las uniones son breves, los hombres pasan y las mujeres crían solas a sus hijos. Asimismo, la legitimidad del Estado se halla por los suelos; nadie cree en ciertas instituciones claves, como el Congreso o el Poder Judicial.
En este cuadro, surge un enorme apetito lujurioso que se alimenta de una incesante violencia. Empezó con el terrorismo y se ha proyectado como delincuencial. La vida no vale nada. Se pierde la posibilidad de lograr una individualización activa; tampoco surge una moral superior a la mecánica y religiosa. Se ha desvanecido lo viejo y no aparece lo nuevo, arrastrando al país a la anomia.
Los estudios de Durkheim tuvieron como sujeto el suicidio. No conoció el Perú de nuestros días, porque los asesinatos de familiares representan bien el proceso, incluso mejor que la autoeliminación. Hubiera podido elegir como epígrafe de su libro esa frase tan cruda de “vale el afecto, pero más la plata”. Ante la ausencia de un nuevo fundamento ético, la sociedad se rige por el egoísmo desenfrenado y por la violencia como método para imponerse.
A la folklorista la mató su seguridad, al estilista su ex enamorado. El hijo acusa a la hija en el caso Ferfer; y la hija ha confesado su participación en la muerte de la abogada tributarista. La policía no busca lejos para hallar responsables. Por el contrario, el entorno personal es clave. La trágica reiteración de estos casos muestra que se vive un período caracterizado por la falta de vínculos emocionales positivos, y dominado más bien por un crudo egoísmo. Esos elementos conforman una situación de pronunciada anomia o pérdida de vínculos sociales.
De acuerdo a Durkheim, en el pasado existió una solidaridad mecánica, en la cual predominaba el grupo. La persona en singular aún no existía y los valores provenían de la religión. Ellos abarcaban a todos y la represión era colectiva; su instrumento era la Iglesia y la obediencia la regla de quien no quería ser excomulgado.
Pero el capitalismo habría hecho estallar esa solidaridad mecánica. La gente ya no estaba atada al grupo y había aparecido el individuo a plenitud. En ese nuevo contexto, aparecían las condiciones para una nueva forma de solidaridad, llamada orgánica. Esa nueva solidaridad moral era superior, porque era consciente en cada persona en particular. Se lograba construyendo instituciones de representación entre el individuo y el Estado. La nueva ética no provendría de la religión sino de la vida cívica, gracias a la participación en entidades ocupacionales, que mediarían entre la ciudadanía y el Estado.
Aunque, este desarrollo era sólo una posibilidad. Durkheim no era determinista, creía en la libertad humana para crear grandes obras y también para destruirlas. Por ello, pensaba que había situaciones de gran desorden. Se rompía la solidaridad mecánica por acción del capitalismo, pero no surgía la nueva solidaridad orgánica.
Así, se autodestruía la familia, porque era la célula del viejo orden moral. Por su parte, la corrupción afectaba la reputación del Estado ante los ciudadanos. Finalmente, éstos evitaban las entidades de participación política, extendiéndose un marcado egoísmo.
Durkheim parece estar hablando del Perú de comienzos del siglo XXI. Pero, no. Está explicando sucesos de Francia del siglo XIX.Aunque, los conceptos esenciales son semejantes. La familia en el Perú ha estallado. La gente se casa cada día menos y se divorcia en mayores cantidades. Las uniones son breves, los hombres pasan y las mujeres crían solas a sus hijos. Asimismo, la legitimidad del Estado se halla por los suelos; nadie cree en ciertas instituciones claves, como el Congreso o el Poder Judicial.
En este cuadro, surge un enorme apetito lujurioso que se alimenta de una incesante violencia. Empezó con el terrorismo y se ha proyectado como delincuencial. La vida no vale nada. Se pierde la posibilidad de lograr una individualización activa; tampoco surge una moral superior a la mecánica y religiosa. Se ha desvanecido lo viejo y no aparece lo nuevo, arrastrando al país a la anomia.
Los estudios de Durkheim tuvieron como sujeto el suicidio. No conoció el Perú de nuestros días, porque los asesinatos de familiares representan bien el proceso, incluso mejor que la autoeliminación. Hubiera podido elegir como epígrafe de su libro esa frase tan cruda de “vale el afecto, pero más la plata”. Ante la ausencia de un nuevo fundamento ético, la sociedad se rige por el egoísmo desenfrenado y por la violencia como método para imponerse.
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