Hace unos días ha sido presentada una crónica de los despidos en empresas públicas al comenzar el gobierno de Fujimori. Su autor es Samuel Soplín, entonces sindicalista postal y trabajador de correos, quien nos devuelve a una época especialmente difícil para los trabajadores, cuando comenzó el ajuste neoliberal y masivamente perdieron derechos y puestos de trabajo.
Los sectores populares habían organizado sindicatos desde comienzo de siglo XX y paulatinamente fueron ganando protagonismo político. En lo fundamental, acompañaron al Apra hasta los años cincuenta, cuando el trabajo sindical del Partido Comunista fue ganando más adeptos. El viraje a la derecha consumado a través de la “convivencia” con Manuel Prado fue una oportunidad para los comunistas. Aprovechando esa ventana, para los años sesenta, los sindicatos estaban pasando masivamente a las izquierdas. Ese proceso fue estimulado por el auge de las revoluciones tercermundistas, después de la revolución china y el inicio del proceso de descolonización en el mundo entero. En América Latina, el triunfo de la revolución cubana generó un profundo giro hacia la izquierda de la política latinoamericana de los años sesenta, cuando todos los políticos se presentaban como partidarios del cambio social.
Así, los sindicatos ya eran izquierdistas cuando el general Velasco tomó el poder en octubre de 1968. Pero, durante su mandato los trabajadores lograron una conquista laboral muy importante. Se trata de la estabilidad laboral, que impedía despidos injustificados y obligaba a sustentarlos legalmente. Esa norma de Velasco permitió que los dirigentes sindicales puedan cumplir su trabajo sin mayores temores. Pero, la ley era tan drástica que introdujo elevada ineficiencia al sistema económico, puesto que el mismo efecto se hubiera podido lograr de otra manera.
Sin embargo, Velasco no se llevaba del todo bien con los sindicatos. Los consideraba comunistas y sospechosos de apoyar a una política extranjera, como era la Unión Soviética y Cuba. Velasco era muy nacionalista, tenía recelo de las posturas políticas que adherían a bloques extranjeros. Además, era autoritario y trataba a todo el país como cuartel, queriendo que se obedeciera “sin dudas ni murmuraciones”.
Por ello, no hubo luna de miel entre Velasco y los sindicatos. Por el contrario, en esta época se forjó el clasismo, una ideología que expresaba el esfuerzo por conservar autonomía con respecto al gobierno militar.
Ese movimiento clasista significó el punto más alto de la influencia política del sindicalismo durante la segunda parte del siglo XX. Se fortaleció gracias a Velasco, aunque logrando independencia para empujar un proyecto donde jugaba un importante papel, que fue la izquierda desunida de los 1970. Pero, desde los ochenta se inició el retroceso del sindicalismo. Sus protestas se gastaron, su discurso se quedó corto y perdió efectividad. Los cuadros políticos de las izquierdas ingresaron a la arena electoral y la competencia por cargos públicos. Nadie se quedó a trabajar junto a los sindicatos.
La hiperinflación del primer gobierno de García golpeó la organización sindical y los asesinatos de la violencia política tuvieron un efecto letal. De ese modo, se produjo la inversión del máximo logrado en los setenta. Al comenzar los noventa, con el gobierno de Fujimori, el sindicalismo retrocedió al nivel mínimo de influencia y su vigencia fue seriamente mellada. Desde entonces no se ha recuperado en forma significativa.
En su contra opera la transformación del mercado de trabajo, que ha tercerizado funciones e individualizado la producción. Estos cambios internacionales de la organización económica también llegaron al Perú al comenzar los noventa, con el gobierno Fujimori y el neoliberalismo, dando inicio -malo que bueno- al país contemporáneo que vivimos hasta hoy.
Pocas veces la perspectiva sindical de este proceso ha merecido una narrativa tan coherente y bien contada como en la reciente crónica de Samuel Soplín.
(*) Historiador. Artículo publicado en el Diario La República el 30 de mayo de 2012
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