Por: Alberto Adrianzén M.
Hace unos días, gracias a una invitación del IDL un grupo de personas nos reunimos, para discutir lo que los organizadores de este encuentro llamaron el fin de la “agenda de la transición” (referida al gobierno de Valentín Paniagua). La idea que estaba detrás de la discusión era que la ofensiva de la derecha en el país buscaba –y estaba a punto de lograrlo– clausurar lo avanzado luego de la caída del fujimorismo.
En realidad, a los organizadores no les falta razón. La presencia de una derecha cada vez más reaccionaria, el retroceso en materia de DDHH, el avance de la corrupción, el control del PJ, esta suerte de renacimiento político y electoral del fujimorismo, la persistencia de una política ultraliberal, así como una mayor presencia de los poderes fácticos, acompañado todo ello ya no tanto de un esfuerzo por olvidar sino más bien por reescribir la historia –como ha sucedido recientemente con la Marcha de los Cuatro Suyos– son indicadores muy concretos de la involución política que se vive en el país.
Lo curioso –aunque no lo es tanto, como veremos después– es que este proceso sea encabezado, por un gobierno y un partido de origen popular como es el aprista. La pregunta es si estamos nuevamente frente a una superconvivencia tal como sucedió en los años cincuenta.
Osmar Gonzales, en un artículo de próxima publicación, señala que más allá de analizar el viraje a la derecha del aprismo dentro de la dicotomía pragmatismo o traición, lo que importa señalar es que el acuerdo del APRA con la oligarquía en los años 50 terminó siendo la peor decisión, políticamente hablando, por la que pudo optar en su momento. La razón que señala es que ese viraje, que se produjo en momentos en que era notorio el aluvional proceso migratorio de la sierra a la costa, especialmente a Lima, dejó a esos amplios contingentes de migrantes sin representación política. De esta manera, sostiene este mismo autor “el Partido Aprista dejó pasar inadvertidamente la oportunidad de constituirse en el gran partido de masas y nacional que aspiró a ser desde su fundación, y los nuevos sectores urbanos que dejó sin representación política serían, años más adelante, la base popular de los partidos de izquierda”.
Que en la actualidad, sospecho que al igual que los años 50, se pueda calificar al APRA como un partido reaccionario, por un lado, y conservador, por el otro, no es ninguna exageración. Reaccionario porque, frente a la emergencia de los sectores populares, reacciona aliándose con la derecha; y conservador, porque intenta conservar a los grupos dominantes que nacieron al amparo del fijimorismo.
Por eso no es extraño que hoy la representación de las clases populares, luego de la práctica desaparición de la izquierda, se la disputen el nacionalismo, por un lado, y el fujimorismo, por el otro. Ello nos dice mucho, una vez más, de la renuncia del APRA a ser un partido popular. En ese sentido, tampoco es extraño que el aprismo haya optado por convertirse en una simple maquinaria electoral clientelista, por imitar los métodos fujimoristas y por exacerbar el caudillismo (podemos llamarlo alanismo) como estilo de hacer política. Es la nueva forma que adquiere el viraje aprista.
En este contexto, las elecciones del 2011 son claves. No solo porque está en juego un nuevo gobierno, lo cual es de por sí importante, sino también porque se pondrá en disputa la nueva representación de las clases populares al existir un vacío de representación. Por eso la derecha, vía el fujimorismo, viene adquiriendo una forma que combina una suerte de sanchezcerrismo, es decir una cara plebeya, con maneras que nos recuerdan a la dictadura de Benavides. Dicho en otros términos, populismo de derecha con una cara dictatorial que tiene como objetivo ya no conservar el pasado sino más bien continuar con una modernización capitalista compulsiva como hoy viene sucediendo. De ahí, pues, la importancia que cobra el nacionalismo de cara a las próximas elecciones.
Hace unos días, gracias a una invitación del IDL un grupo de personas nos reunimos, para discutir lo que los organizadores de este encuentro llamaron el fin de la “agenda de la transición” (referida al gobierno de Valentín Paniagua). La idea que estaba detrás de la discusión era que la ofensiva de la derecha en el país buscaba –y estaba a punto de lograrlo– clausurar lo avanzado luego de la caída del fujimorismo.
En realidad, a los organizadores no les falta razón. La presencia de una derecha cada vez más reaccionaria, el retroceso en materia de DDHH, el avance de la corrupción, el control del PJ, esta suerte de renacimiento político y electoral del fujimorismo, la persistencia de una política ultraliberal, así como una mayor presencia de los poderes fácticos, acompañado todo ello ya no tanto de un esfuerzo por olvidar sino más bien por reescribir la historia –como ha sucedido recientemente con la Marcha de los Cuatro Suyos– son indicadores muy concretos de la involución política que se vive en el país.
Lo curioso –aunque no lo es tanto, como veremos después– es que este proceso sea encabezado, por un gobierno y un partido de origen popular como es el aprista. La pregunta es si estamos nuevamente frente a una superconvivencia tal como sucedió en los años cincuenta.
Osmar Gonzales, en un artículo de próxima publicación, señala que más allá de analizar el viraje a la derecha del aprismo dentro de la dicotomía pragmatismo o traición, lo que importa señalar es que el acuerdo del APRA con la oligarquía en los años 50 terminó siendo la peor decisión, políticamente hablando, por la que pudo optar en su momento. La razón que señala es que ese viraje, que se produjo en momentos en que era notorio el aluvional proceso migratorio de la sierra a la costa, especialmente a Lima, dejó a esos amplios contingentes de migrantes sin representación política. De esta manera, sostiene este mismo autor “el Partido Aprista dejó pasar inadvertidamente la oportunidad de constituirse en el gran partido de masas y nacional que aspiró a ser desde su fundación, y los nuevos sectores urbanos que dejó sin representación política serían, años más adelante, la base popular de los partidos de izquierda”.
Que en la actualidad, sospecho que al igual que los años 50, se pueda calificar al APRA como un partido reaccionario, por un lado, y conservador, por el otro, no es ninguna exageración. Reaccionario porque, frente a la emergencia de los sectores populares, reacciona aliándose con la derecha; y conservador, porque intenta conservar a los grupos dominantes que nacieron al amparo del fijimorismo.
Por eso no es extraño que hoy la representación de las clases populares, luego de la práctica desaparición de la izquierda, se la disputen el nacionalismo, por un lado, y el fujimorismo, por el otro. Ello nos dice mucho, una vez más, de la renuncia del APRA a ser un partido popular. En ese sentido, tampoco es extraño que el aprismo haya optado por convertirse en una simple maquinaria electoral clientelista, por imitar los métodos fujimoristas y por exacerbar el caudillismo (podemos llamarlo alanismo) como estilo de hacer política. Es la nueva forma que adquiere el viraje aprista.
En este contexto, las elecciones del 2011 son claves. No solo porque está en juego un nuevo gobierno, lo cual es de por sí importante, sino también porque se pondrá en disputa la nueva representación de las clases populares al existir un vacío de representación. Por eso la derecha, vía el fujimorismo, viene adquiriendo una forma que combina una suerte de sanchezcerrismo, es decir una cara plebeya, con maneras que nos recuerdan a la dictadura de Benavides. Dicho en otros términos, populismo de derecha con una cara dictatorial que tiene como objetivo ya no conservar el pasado sino más bien continuar con una modernización capitalista compulsiva como hoy viene sucediendo. De ahí, pues, la importancia que cobra el nacionalismo de cara a las próximas elecciones.
(Publicado en el Diario La República el 14 de agosto de 2010)
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